A miles de kilómetros de distancia, la foto resulta aún más extraña, como si ese tipo de crueldad gratuita fuera algo ajeno, irreconocible. Este país, la vieja Sepharad, que ya ha cabalgado tanto por los caminos de la modernidad, parecía que se había liberado de algunas de sus bajezas. Sin embargo, viendo la campaña que Animanaturalis ha creado para concienciar sobre la maldad del toreo, con una cantante -Alaska- cuya espalda desnuda es banderilleada sin piedad, viéndolo, la realidad se presenta sin paliativos, con toda su crueldad.
Estoy en Estados Unidos y hace poco he podido escuchar, en vivo, a John McCain. Cuando salga este artículo, tendré el excepcional honor de escuchar a Hillary Clinton y a Barack Obama juntos y en directo, en la convención sobre Israel, en la que estoy participando. Mientras reflexiono sobre las palabras del candidato republicano, pausado en las formas, rotundo en los fondos, retorno a esa Alaska ficticiamente torturada. "Pondría banderillas a escala, a los que dicen que el toro no sufre", dice Alaska, y la entiendo hasta la rabia.
No sólo el toreo resulta una disciplina vinculada a la tortura y a la muerte pública, sino que encima se reviste de un cuerpo argumentativo delirante. En los debates sobre corridas de toros que he protagonizado en mi vida - incluyendo los parlamentarios, donde intenté, sin éxito evidente, prohibir el pase de corridas durante la franja infantil televisiva-, siempre me he topado con este discurso estratosférico: "El toro no sufre, porque tiene un sistema nervioso que le permite controlar el dolor"; "disfruta porque esta preparado parar luchar"; "si no fuera por las corridas, no existiría su raza", y algunas otras lindezas tan marcianas, que merecerían encabezar el ranking de la imbecilidad humana.
Ni me preocupo por rebatir la evidencia del terrible dolor que sufre cualquier animal, cuya sensibilidad nerviosa es compleja y está plenamente desarrollada. Un toro llega a sentir, incluso, el cosquilleo de una mosca en su cola, ¡qué sentirá cuando le clavan banderillas en el lomo, le hunden una lanza hasta el pulmón, para desangrarlo lentamente y sacarle fuerzas, le gritan energúmenos que disfrutan con su dolor, y lo abandonan a su suerte de víctima para el sacrificio! Sentirá lo que cualquier ser vivo, la crueldad extrema de la tortura y el zarpazo de la agonía final. Quizás, también para un toro, como para cualquier ser torturado, la muerte es finalmente el descanso. En la arena, su dolor solitario. En la grada, la feliz alegría de la jauría humana.
Me pregunto por qué motivo los amantes del toreo no asumen su gusto por la crueldad. Esos intentos penosos de puertas de atrás, de inventarse justificaciones esotéricas, no les otorgan más razón, los dejan más en evidencia. Como si fueran el rey desnudo, intentando ponerse un inexistente vestido, para tapar sus vergüenzas. Pero las vergüenzas están al aire. ¡Asúmanlo! Les gusta el dolor, la crueldad gratuita, la muerte y no sienten ninguna caridad por la víctima. Asuman que les gusta dejar aflorar el cerebro reptiliano y que, por un rato, se olvidan de su condición civilizada. Asuman, los amantes del toreo, que quizás hubieran jaleado el circo romano, que también gustaba de la sangre en el ruedo, porque no hay tanta diferencia cuando se trata de disfrutar matando. Asuman que su disfrute sólo aporta dolor, y nada aporta a los valores de una sociedad. El toreo es malvado, y llamarle arte es un tortuoso sarcasmo.
Por supuesto, que nadie se confunda. No combato ese macabro gusto por mi condición de catalana. Catalunya forma parte de las tierras que gustan de la tortura animal, y ahí están los toros embolados o ensogados que se practican en las Terres de l´Ebre, y que compiten en crueldad con el propio toreo. ¡Vergüenza genuinamente catalana! Es absolutamente irrelevante si en Figueres tuvimos plaza de toros antes que en ningún lugar, o si hay catalanes pata negra que aman las corridas, porque lo sustancial no es la identidad del espectador, lo sustancial es su esencia: en todos los idiomas se puede gozar con la tortura.
No puedo evitar mostrar mi honda tristeza por la desprotección de los niños ante las corridas de toros. Conozco bien el tema, porque lo combatí cuando estaba en el Congreso, y en este sentido hemos caminado sensiblemente hacia atrás. Antes de que José Luis Corcuera - profuso amante de los toros, a la par que amigo del fútbol en compañía vitícola- cambiara la ley, los niños menores de 7 años tenían prohibida la entrada. Sorprendentemente, la España "de antes" se preocupaba por preservar a los niños de un espectáculo que carecía de cualquier atisbo de caridad.
Pero con nocturnidad y alevosía, dentro de un paquete general de cambios de la ley, Corcuera levantó la prohibición, y ahora los niños pueden aprender, desde bien pequeños, lo bonito que es torturar a un animal, oír sus gritos de dolor, ver cómo se desangra, cómo le flaquean las piernas, cómo mira sin entender, y finalmente cómo muere. Ese es el arte del toreo, el arte de no tener piedad, de gozar con la sangre, de volver al reptil que llevamos dentro. No hay grandeza en el toreo. Sólo hay dolor y muerte.
Bravo por Pilar
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